Samantha

 


Ninguno de los tres no merecíamos lo que nos pasaba. Él no se merecía tener a la señora, pudiendo tenerme a mí, la señora claramente no se merecía a mi jefe y yo, por razones obvias no merecía que el señor estuviera con su esposa si yo era el amor de su vida, aunque él no lo supiera, porque nada importaba que él no supiera que me amaba, lo sabía yo, no había más hechos que agregar.

 Yo lastraba ya dos años trabajando en aquella casa, había llegado por recomendación de una amiga de la señora, una mañana tranquila, abrieron la puerta, y más rápido que un suspiro me instalé allí. Al inicio solamente estaba como la encargada de la bebé, al tiempo despidieron a la encargada de la casa y yo obtuve el puesto, más responsabilidad, pero también es cierto, un poco más de salario, el suficiente para vivir bien, no gastaba en comida porque comía en la casa, eran pocas las cosas en las que yo gastaba mi dinero. Pero todo eso lo cambiaba porque mi jefe se diera cuenta de que la mujer que él necesitaba para ser feliz era yo.

 Me situaron en la habitación del primer nivel de la casa, al lado izquierdo de la cocina, compartiendo el baño que se situaba entre el comedor y la sala, por lo que en las noches a veces cruzaba en ropa ligera por un trago de leche o agua, lo que apeteciera el cuerpo a esas horas. Me recostaba y entonces repasaba el horario para saber lo que iba a suceder. Lunes, martes y miércoles, los jefes discutían por cualquier cosa, frivolidades de la vida. Jueves tocaba el sexo de reconciliación, que por lo general duraba entre diez y quien minutos. Los viernes el jefe iba a jugar futbol con los amigos y cuando llegaba, la mujer se encontraba dormida, era los viernes por lo general los días en que yo me paseaba por la cocina en ropas ligeras. Los sábados y domingos yo tenia libre.

 En edades estamos así, mi jefe tiene cuarenta y nueve, la esposa es una mujer de cuarenta y cinco años, aunque aparenta ser mayor, no está cuidada físicamente como su esposo, la bebita ya tiene tres años y yo, estoy en el medio, con veintidós años. Sí, la diferencia entre mi jefe y yo es un poco notoria, pero para el amor la edad, las clases sociales, el físico, no existen. Mi dormitorio estaba justo debajo del de ellos, de manera que yo sabia lo que pasaba en esa habitación durante las noches. Durante el día, me mantenía a cargo de la casa, los señores salían temprano, luego de desayunar. Ella regresaba al ser las cinco y media de la noche, en cambio él regresaba cerca de las siete de la noche. Se tiraba un rato en el sillón, jugaba con la beba, hablaba conmigo sobre lo que había salido durante el día y luego se daba una ducha antes de cena. Ella en cambio, llegaba, se tiraba a la cama muerta por los quehaceres diarios en la oficina, luego dormía a su hija y bajaba a cenar cerca de las ocho.

 Así vi pasar la vida durante setecientos cuarenta y siete días. Deseando que mi jefe por fin se dignara a arrinconarme contra sus brazos, que me sedujera, que me hiciera un rito de pasión propio de dos amantes que no encuentran ningún motivo para no ser consumidos por los fuegos de la carne. Que hiciera aberraciones conmigo, que me hiciera su mujer. Setecientos cuarenta y siete días era un tiempo muy largo para que continuara aguantando aquella ignorancia de su parte. Mis dedos no me satisfacían como yo sabía que podía satisfacerme él.

 Las cosas siempre suceden por algún motivo, rara vez los hilos se cortan en un sitio equivocado. Así que aquella mañana mientras les servía el desayuno, era el destino hablando conmigo, diciéndome que era el día en que yo tomara lo mío. 

-            ¡No puedo!, estoy harta de tener yo toda la responsabilidad de esta casa.

-            La puerta está abierta, querida.

-            Si me voy, te juro que nunca en la puta vida regreso. No me tientes.

-            A veces hay que dejarse caer en las tentaciones – y volvió a mirarme - ¿verdad Samantha?

 Tentaciones, la única tentación que existía para mí, era estar con él, el resto de las cosas no las ocupaba y si las ocupaba no lo recordaba. La señora se marchó primero y mi jefe se terminó de lavar los dientes, se puso un abrigo y llegó a la puerta. 

-            En la vida uno mismo hace sus caminos, Samantha. A veces hay que ayudarle a Dios a que sucedan las cosas.

 Se despidió y escuché el carro donde se alejaba. Había tenido razón, ¡qué idiota fui todo este tiempo!, Dios no podía estar con todas las personas a la vez, ocupaba que yo lo ayudara a que sucedieran las cosas, que yo le echara una mano. Pero ¿cómo?

 Una hermana de ella iba a llegar al mediodía por la bebé, iba a llevarla a que pasara la tarde y la noche con ellos, porque iba de paseo al día siguiente con su esposo y sus dos hijas y querían llevar a la bebé, no era la primera vez que lo hacían. Dios ocupa que le echemos una mano. Hice la cena temprano, la señora llegó con una cara de agobio, miró en las ollas, se agarró la cara con ambas manos y lanzó las ollas con comida al piso, yo estaba en mi dormitorio, entonces al oír aquel bullicio llegué a la cocina. 

-            Déjame sola.

-            Señora, si ocupa…

-            ¡Que me dejes sola!

 Tomó un cuchillo en sus manos. Golpeó tres veces el desayunador con el cuchillo, se quitó uno de sus zapatos y lo lanzó contra el piso. 

-            Señora, ¿se encuentra bien?

-            Qué jodido con usted – volvió a verme, estaba llorando, seguía con el cuchillo en la mano – le dije que se fuera.

 Me acerqué a ella y en un impulso, azotó el aire con el cuchillo, estuvo a pocos centímetros de pasarlo por mi cara. 

-            ¿Sabe la diferencia entre usted y yo?, yo tengo preocupaciones reales, tengo cosas en el trabajo, tengo que pensar en el fin de semana, tengo que pensar en mi esposo, en mi hija.

 Me quedé donde estaba, siguió llorando. Tomó su cartera, me dijo que iba a dar una vuelta, que no iba a llegar a dormir, que ocupaba despejare, que, si su esposo preguntaba, le dijera que había avisado que llegaría tarde, luego salió y cerró la puerta. Eran pasadas las seis de la tarde, mi jefe iba a llegar, su mujer no estaría toda la noche, la bebé estaba con su tía, yo estaba sola. Subí a la habitación de mi jefe, me recosté en la cama, lo imaginé besándome, así estuve cerca de cinco minutos, me enderecé, di dos pasos y llegué al mueble donde guardaban sus cosas personales y su ropa interior. Abrí la gaveta de ella, revisé sus cosas, tomé su perfume, un juego de ropa interior celeste que estaba al alcance, su labial y me fui a duchar. No al baño de abajo, me metí en el baño que estaba en su dormitorio, me miré al espejo, me quité la ropa, a veces Dios necesita que lo ayuden a que las cosas sucedan, me solté el cabello y abrí la ducha. Dejé que el agua anduviera mi cuerpo a su gusto. Me puse el juego de ropa celeste, me quedaba perfecto, me puse labial, encontré una bata blanca, casi transparente, me metí en la cama, apagué las luces y esperé a que llegara mi jefe. Ya sabía yo que las luces nunca se encendían de noche, lo que allí pasaba, sucedía siempre con la complicidad de la oscuridad. Pasadas las siete de la noche escuché llegar el carro, a mi jefe saludar, creyó que yo estaba en mi dormitorio, miró televisión un rato, cerca de las ocho y media subió a la habitación, estaba todo apagado, se sentó en la cama, me dijo un par de frases sobre cosas que habían sucedido en el trabajo y se recostó, cerró los ojos. Yo me acerqué, era miércoles. 

-            No estoy de humor, querida.

 Qué mas daba, yo iba a ponerlo de humor, le besé el cuello, tomé su cuerpo y lo anduve con las manos, me recosté encima de él, puse mis manos en sus ojos y lo hicimos así, a ciegas él. Quiso quitar mis manos un par de veces, pero lo golpee suavecito en la mano. Entonces entendió, dejó de insistir y solamente se dejó llevar, solté mi brasier, le quité la camisa y pasé mi pecho por el suyo. Abrió los ojos y vio atónito que no era su mujer quien pasaba sus senos por su cuerpo. 

-            ¡Samantha! – gritó apartándome, se puso la camisa, mis manos estaban cerca de su pierna - ¡qué demonios hace usted aquí!

 Me tiré encima suyo, le di un beso, me quité lo que me quedaba de ropa e hice lo mismo con él. Hay que dejarse caer en las tentaciones. Me quitó otra vez, se puso de pie, me gritó algunas cosas sin sentido, se cubrió y preguntó por su mujer. 

-            Llegó alterada, tomó un cuchillo, se puso a llorar, dijo que no llegaba en el resto de la noche y se fue.

 Me miró incrédulo, yo estaba completamente desnuda en su cama, con las manos a los costados para que él tuviera una mejor panorámica de la situación. Me puse de pie, lo abracé y lo hicimos. Su mujer no apareció hasta la mañana siguiente, encontró a su esposo ya listo para irse y a mí llevando ropa sucia a la canasta del lavado. 

-            Perdón, no supe lo que me pasó. Y también le pido disculpas a usted Samantha, perdí el control y no fue justo que me desquitara con usted.

-            Tranquila mi amor, tranquila. A veces ocupamos estar solos para entendernos nosotros. Estuve preocupado por ti, casi no pude dormir.

 Ella lo abrazó. El horario cambiaba los miércoles del mes, el jefe llegaba más temprano, acomodó sus asuntos del trabajo para que los miércoles le ayudáramos a Dios a hacer que las cosas pasaran. Entonces no importaba que los lunes y martes discutiera con su mujer, los miércoles teníamos hora y media para que el estrés que manejaba se fuera conmigo.

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