Las risas los delataban. Yo me encontraba en el
cuarto piso del edificio, pero en aquella soledad pude escuchar a Isabel y a
Alfonso cuando ingresaron por el primer nivel. A los pocos minutos cuando el
ascensor subió, llegaron ellos.
-
¿Ese
es su desayuno? – le dije a Alfonso más tarde, cuando fui por un café, estaba
calentando un poco de avena en leche.
-
Sí –
soltó una risa – en realidad es mi pre-desayuno, yo soy como un camionero.
-
Por
el cuerpo no lo aparenta – porque el tipo es de contextura delgada.
-
Pues
sí, no podría sostenerme con solo esto de desayuno.
Ese día, cuando Amalia se acercó a la sala de
juegos, estábamos terminando y no quiso unirse a la última ronda, ya tenía que
volver a sus labores, lo mismo que Nicolás, a quien habíamos terminado por
despertar de la siesta tan placentera que estaba disfrutando.
En el comedor, Romeo y Paolo tenían una
conversación sobre música, conciertos pendientes y telenovelas turcas, que
siempre parecían interminables por la cantidad de capítulos de los que
constaban. Haciendo la comparación de que Costa Rica era un sitio tan caro como
Dubái, aunque obvio, las diferencias entre ambos sitios son abismales.
-
A
usted le gusta escribir novelas de fantasía – me dijo Regina cuando entrábamos
en la oficina, después de que fui a recogerla al primer nivel, había olvidado
las llaves.
-
No –
le dije con algo de convicción – en realidad lo mío es la poesía, ¿por qué?
-
Porque
dice que hay que tener fe en la humanidad.
-
No sé
cómo, pero algo de fe hay que tenerle.
Hoy hubo charla sobre incendios, o como diría
Regina, “sobre cómo iniciar los incendios”. Pero el instructor es un tipo muy
serio, demasiado para mi gusto, porque a mí me gustan los hombres que me hagan
reír, dicen que a un hombre se le llega por el estómago, en cambio, a una mujer
se le llega por el corazón… mentiras, a mí con que me hagan reír, me basta y
sobra. Ahí estábamos Regina, Paolo y yo, porque Donato llegó los primeros dos
minutos y luego desapareció atareado por su agenda del día.
-
Usted
haga lo que le dicte el corazón – me dijo el jefe cuando le contesté que yo no
estaba inscrita para la charla.
Hacerle caso a mi corazón no era tarea sencilla de
llevar a cabo. Llevaba años analizándolo, y al final había encontrado la
respuesta, complicada pero cierta, yo no era buena persona. Por eso seguía
sola, por eso no acostumbraba a saludar con un beso en la mejilla como la mayoría
de las personas a quienes conocía. Yo recibía ese saludo, gustosa, pero muy rara
vez yo era la que tomaba la iniciativa de saludar así, porque hay que ser
sincera, yo no soy una mujer simpática, no soy el lado más agradable de la
moneda y me sentiría mal si alguien me respondiera ese saludo por compromiso, prefería
evitarles ese trago a las personas; y repito, a mí no me molestaba que me
saludaran de esa manera, al contrario, me gustaba el gesto, pero yo pocas veces
me atrevería a iniciar ese saludo.
El que más se había entretenido en la charla había
sido Paolo, parecía un chiquito con una bolsa de dulces cuando por fin fue su
turno de utilizar el extintor. Deseaba poder usarlo por más tiempo, se había sentido
con poder, con alegría.
-
Yo no
soporto a los hombres así – le dijo Sandra a Vinicio y a Enrique, mientras los
tres volvían a sus respectivos asientos después del almuerzo – ¿Cómo no va a
comer eso?, supiera lo que me he puesto yo en la boca.
Entonces Enrique y Vinicio le extendieron sus
puntos de vista, pero ni eso sirvió para aplacar la ira que sentía Sandra,
aquello le había parecido simplemente indignante.
-
¿Y el
primo de Vinicio? – le dijo Enrique a Sandra.
-
Mmm…
ese sí promete – respondió Sandra con una relamida en los labios.
-
¡No! –
le dijo Vinicio con convicción – yo lo conozco y él no.
Siguieron entonces hablando de hombres.
-
Estaba
cubierto por un paño y se le vio ¡todo! – le aclaró Vinicio a Enrique.
-
Y
estaba muy bien, la verdad – sonrió Sandra.
-
¡Qué
par de hijos de puta! – les contestó Enrique riendo - a ver, léame los
mensajes.
Y entonces Sandra comenzó a leer aquellos mensajes
que guardaba en el celular, imitando la voz del emisario, mientras Vinicio y
Enrique escuchaban atentos los acontecimientos y redactaban sus propias opiniones.
Durante el almuerzo hice un sándwich jugando a los
dados y cartas con Amalia y Mateo, y contrario a lo que estipulan las
estadísticas, yo había ganado, eso no pasaba todos los días.
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