El hombre que nunca quiso ser feliz

 


Escondido entre los libros que guardo en la pequeña biblioteca que conservo en mi casa, se encuentra un libro de cuentos que compré en una tienda de segunda mano hace ya muchos años, me encontraba iniciando la universidad y dentro de sus páginas existe una historia un poco triste, que, sin embargo, es de mis favoritas, el autor es desconocido y el cuento lleva por nombre “El hombre que nunca quiso ser feliz”.

Cuenta la leyenda que, en una tierra lejana, cuyo país yo desconozco, vivía un hombre de unos treinta años, llamado Carlos. Carlos era un chico con una familia sobreprotectora, unos padres que nunca habrían pensado en dejarlo solo. Él era el apoyo financiero para su papá, un hombre forjado en el duro oficio de la construcción y cuyas finanzas se complicaron por no saber discernir entre las buenas y las malas amistades.

Carlos alguna vez tuvo el pensamiento de salir a andar tierras, de conocer gente, de forjarse un destino propio, explorar, pero un día sombrío de diciembre, cuando el estrés acumulado no supo por dónde salir, Carlos tuvo un colapso emocional, cayó al suelo, blandido por los temores. Ahora bien, Carlos producía su propio estrés ante las cosas que no era capaz de controlar, y aquel escenario que diciembre quiso pintarle de una manera tan desacertada en la cara, le significó una luz en medio de su oscuridad. Aquel hombre que en otrora se encantaba yendo al pueblo a bailar, a salir con sus amigos y a conquistar alguna que otra chica, se sumió en el delirio, las noches eran lugares de pesadillas y el día era una sombra tenebrosa de aquella fecha. Diremos que los médicos no encontraban motivo para sus espantos y que los psicólogos que visitaba lo recibían por su dinero y no por ningún interés en ayudarlo a salir de aquella crisis existencial donde habitaba.

Poco a poco Carlos fue adaptando sus emociones hacia su lado oscuro, sintiendo que todos los días eran un buen motivo para morirse, que cada resfrío era un cáncer pulmonar, un dolor de cabeza era un tumor cerebral, en fin, llevaba cada enfermedad al máximo, sin ningún motivo aparente. Pero todos tenemos un motivo para actuar, también Carlos. En medio de aquellas enfermedades que él mismo agravaba había descubierto el poder del “pobrecito”, y todos decían “pobrecito Carlos que está tan mal”, “pobrecito Carlos hay que ayudarlo”, “debemos hacer algo por el pobrecito de Carlos”, pero Carlos no quería que nadie hiciera nada por él, ni los médicos, ni las misas que escuchaba hincado le funcionaban, porque sus enfermedades eran falsas, pero poco a poco se las fue creyendo con tanta insistencia, pero en ellas encontraba un cascarón, un salvavidas, porque de creerse que estaba sano no habría gozado la lástima y la protección de quienes le conocían. Tampoco era que a sus padres les interesara que saliera de aquella situación, puesto que se les habría escapado el apoyo monetario que tan bien caía en la casa y que de vez en cuando les permitía darse algunos lujos.

A veces, en muy contadas ocasiones, Carlos se encontraba con la felicidad, pero esta venía con un mundo donde debía luchar por sí mismo, sin que los demás sirvieran de policías o guardias de seguridad sobre su persona, entonces, le cerraba la puerta y volvía a su cascarón arrinconado por aquellos espacios que sentía como seguros, pero que en realidad le maltrataban el corazón y le estrujaban su forma de ver la vida. Así murió sin darse cuenta de que nunca había estado enfermo, que hay personas que no quieren que sanemos porque les procuramos algún beneficio y que la vida nos pone días cálidos y gente que busca sacarnos de aquellas tristes oscuridades que a veces sentimos como escudos de protección. !Pobrecito Carlos!


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